Seguimos avanzando cada vez más rápido y 13.6 metros más tarde, la vecina y el carrito de Gual Mar yacían sobre la acera. A pesar de que el carrito estaba viejo y oxidado, lucía en mejor estado que la vecina.
Me volteó a ver y me dijo “no siento las piernas”, al escucharlo sentí que me iba a desmayar, pero al ver mi cara, se empezó a reír y me dijo que era broma. No me reí.
La ayudé a levantarse y noté que aún tenía su cerveza en la mano, lo cual me pareció muy pro en las artes etílicas.
Caminamos un poco y vimos un puesto de garnachas al que no pudimos decirle no. Me descubrí tímido al pedir sólo un pambazo, pues la vecina pidió dos, una gordita y una quesadilla de huitlacoche que terminó en una discusión que me dio hueva. Huitlacoche o cuitlacoche, chipotle o chipocle, el azúcar o la azúcar. Hueva. Cuando iba a la mitad de mi pambazo, descubrí que la vecina estaba por terminar toda su orden, supuse que su sistema consistía en no masticar, pues cada que daba una mordida, levantaba la cara, como los pájaros cuando toman agua. A la hora de pagar me volteó a ver y yo volteé a ver el cajero que estaba al lado. Cuando regresé del cajero, la Doña de las garnachas le estaba entregando un paquete a la vecina. La muy mezquina había pedido más para llevar.
Unos minutos más tarde, llegamos a un edificio horrible que se veía a punto de derrumbarse. Sobre la banqueta, noté varias manchas rojas que parecían ser sangre seca. La vecina notó mi sospecha y me dijo “es la chamoy”, así dijo “la chamoy”, sólo el hecho de hacer al chamoy femenino, me pudo distraer del hecho de cómo diablos sabía que era chamoy.
Al entrar, nos recibieron tres tipos tan elegantes que parecían franceses. Uno de ellos le dijo a la vecina “eehehhhhh” o algo así. Los hueyes estaban tan drogados que sólo emitían sonidos, curiosamente, ningún sonido incluía consonantes. Mientras pasábamos junto a ellos, creí escuchar varias erres. Un segundo más tarde, mi nariz me indicó que no eran erres.
Al tocar la puerta, nos abrió un tipo que se veía igual de sofisticado que los franceses, nos dijo “eeeh” y supuse que todos en el edificio hablaban con puras vocales. Entramos y la vecina fue a la cocina a poner sus garnachas en el refri. Yo pasé directo a la sala y luego de escanear la zona con técnica depurada, noté que faltaba un elemento clave. Al voltear para ir hacia la cocina, la puerta del baño se abrió y Samantha apareció, caminando hacia mí. Juro que iba en cámara lenta. Se acercó y me dijo “Crisanto, veniste”. Yo le dije “Eeeehe” Ella sonrió y me dijo que estaban por empezar a jugar camaleones.
Nos sentamos en la sala y ví al Pelusa en el sillón de enfrente. Me vio sentado junto a Samantha y sonrió, lo cual me trajo cierta paz. Entonces me explicaron que camaleones era como el juego ese de las películas, en el que tratas de adivinar, pero en lugar de películas, le dices a alguien un personaje y lo tienen que actuar hasta que su equipo adivina. Vimos a un mediocre Michael Jackson, una Madonna demasiado gráfica para mi gusto y un Elvis que parecía tener polio. De pronto ví al fondo, una mujer muy sucia que cargaba una botella de Don Pedro casi vacía. Tenía puesta una playera que decía “estaríamos mejor con López Obrador” que se me pareció una metáfora perfecta. Yo intenté hacerme el chistoso, la señalé y grité “La Chupitos” y empecé a reírme. Al notar que mi risa era un monólogo incómodo, miré alrededor y todos me veían como si acabara de meter al más tierno cachorro en el microondas. Samantha se acercó a mi oído y susurró “Es la Mamá del Pelusa. Es alcohólica”. Yo me sentí como si fuera la persona más horrible del mundo, después de Fher de Maná. El Pelusa se levantó y guió de regreso a su progenitora hacia el cuarto de donde había salido. Yo deseé tener una cápsula de humo para arrojarla y desaparecer. Samantha me dijo que no me preocupara, que El Pelusa era muy alivianado y que mejor lo dejara pasar. Lo pensé por un momento y decidí que tenía que disculparme con El Pelusa. En cuanto salió del cuarto, lo abordé y le dije que sentía mucho lo que había pasado y que si quería que me fuera, lo entendía perfectamente. Él me dijo que no me preocupara, que todo estaba bien entre nosotros y seguíamos siendo mejores amigos. Yo no diría que eramos mejores amigos, pero el tipo era tan cool, que empecé a considerarlo.
De pronto, un ruido muy fuerte nos invitó a la cocina. Al entrar, vimos a la vecina tirada en el piso. Un extraño líquido rojo cubría el suelo y la mesa. La primera impresión fue pensar que era sangre, pero en cuanto la vecina se medio incorporó, ví sobre el piso un frasco de salsa de tomate Barilla. Yo no podía creer que luego de la media docena de garnachas, tuviera hambre, pero ella confesó que planeaba preparase un Bloody Mary. Primero me sorprendió escucharla decirlo con un perfecto acento británico. Luego sentí un gran asco, al pensar en el Bloody Mary preparado con salsa para spaghetti. Samantha y otra chica trataron de ayudarla caminar hacia la sala, pero la vecina gritaba “ando bien, ando bien, otra caguama!”
Cuando me disponía a seguir a todos, El Pelusa me dijo “quieres ver algo increíble?” y viniendo de un hombre que parece el eslabón perdido, siempre debes responder que sí. Me llevó por un pasillo que olía a la medicina de mi Tía Conchita, que sufría de artritis. Al final había una puerta en la que había un letrero que decía, “En esta casa, no comemos tocino”. Lo leí tres veces, tratando de encontrar un mensaje oculto, y finalmente concluí que en esa casa, no comían tocino. El Pelusa me volteó a ver y me preguntó “Listo?” yo no sabía si lo estaba o no, pero mi curiosidad me roía el cerebro tan intensamente, que podía escucharla. En cuanto le dije que sí, abrió la puerta y un fétido olor me golpeó la cara, como la más intensa de las cachetadas imaginarias. El Pelusa al notar mi cara de asco me dijo, “no te preocupes, te acostumbras”, yo no estaba seguro si quería acostumbrarme. Entramos y ví cerca de 20 bolsas de galletas de animalito. De niño me encantaban, de grande descubrí que eran una basura y dejé de comerlas. Al voltear hacia donde estaba el Pelusa, lo ví cargando un puerquito. Rosa. Impecable. Digno de ser el Babe original. Pero algo estaba mal, la imagen y el aroma no eran congruentes. Le dije que no podía creer que un puerquito tan pequeño pudiera generar un olor tan fuerte, entonces me dijo que era Gertrudis quien olía. Señaló hacia la esquina de la habitación y ahí yacía Gertrudis, una marrana enorme que apenas podía moverse y bufaba como gordo en sillón luego de acabarse una cubeta de Kentucky. Los dos porcinos justificaban el letrero del tocino, pero por más que pensé y pensé, no encontré algo que justificara tener a dos puercos en un departamento.
Al llegar a la sala vimos a la vecina sobre la mesita de la sala. No supe si estaba bailando o tratando de mantenerse de pie. Para ese entonces, su sangre ya tenía más alcohol que un hospital y era inevitable pensar que las próximas tres horas, serían duras, y la mañana siguiente, una dura prueba para el frágil cuerpo humano. La vecina finalmente cedió ante la fuerza de gravedad y cayó. Todos la veían sin inmutarse, como que lo que acababa de pasar era una tradición a la que todos estaban acostumbrados. Samantha se acercó y me pidió que la ayudara a llevarla a un cuarto. Pensé que llevarla al cuarto de los puercos sería un detalle cruel y descarté esa idea. En lugar de eso, Pelusa sacó a su Mamá del cuarto y atrás de ellos salió un hombre que lucía tan mal, que hacía a la Mamá del Pelusa, parecer Scarlett Johanson. El hombre nos volteó a ver a mí y a la piltrafa humana que tenía en brazos y dijo “eeeheheh” y tosió. Le dije “eh” y me dejó entrar al cuarto. Puse a la vecina sobre lo que parecía ser una cama y pensé que tal vez, después de todo, los marranos no eran tan mala idea. Samantha se sentó en la orilla de la cama y me pidió que la esperara afuera, que saldría en 10 minutos. Me tomó de la mano, me acercó lentamente y me dio un beso. No podía creer que nuestro primer beso había sido en un entorno que olía a patchouli y con una vecina perdida en alcohol como testigo. Aún así, el beso de Samantha me pareció perfecto.
Salí del cuarto y cerré la puerta. Al voltear ví a una chica que tenía un sombrero y zapatos como de Peter Pan. Pero azules. Me dijo “pst!” y movió la cabeza como indicando que la siguiera. Luego de unos pasos, se detuvo frente a un cuadro sobre la pared. La ví raro y luego miré el cuadro. No podía creer lo que tenía frente a mí. El Pelusa tenía una primera edición de Kalimán, impecable. Entonces la chica susurró “Me dijo Ana que eres bien re fans” así dijo “bien re fans”. Le dije que sí y volví hacia el Kalimán. Entonces El Pelusa se paró junto a mí y me dijo que su Madre quería conocer al nuevo mejor amigo de su hijo. No pude más que seguirlo.
Entramos a la cocina y la Doña estaba sirviendo el último trago de la botella en un vaso imposiblemente pequeño. El Señor estaba haciéndole algo al refrigerador. Primero no supe si había visto mal, pero luego de un segundo vistazo, tuve claro lo que estaba viendo. El viejillo se estaba portando cariñoso con el refri. Volteé a ver al Pelusa y me dijo “se está rascando”, es mi Tío Toño. La señora empujó una silla con el pie y me pidió que me sentara. Quité con la mano las 6 variedades de moronas que había sobre la silla y me senté. La Doña me acercó el mini vaso y me puso el suyo frente a mí. Brindamos y le dí un pequeño sorbo. Ahora, yo no soy un experto en Brandy, pero lo que acababa de probar sabía raro. Le sonreí y luego giré la botella para descubrir que decía “Ron Pedro”, me encantó lo de Ron Pedro. Volví a sonreír y le di un segundo sorbo. Entonces la Doña empezó a darme una cátedra sobre paternidad, el sentimiento de ser madre y toda esa basura. Y después de cada oración, decía “los hijos son prestados… prestados”. Otra oración y “los hijos son prestados… prestados”. Entonces el Tío Toño dejó de abusar del refri, se sentó frente a nosotros y esperó a que la señora terminara su frase de los hijos prestados y dijo “no somos nadien”. Esto se estaba poniendo cada vez mejor. Cinco minutos más tarde, la Doña tenía los ojos medio cerrados y sólo decía “prestados” y la seguía el viejillo “no somos nadien”. Esto sucedió al menos 7 veces, hasta que el Tío Toño me preguntó, “quieres ver algo?”, yo con tal de escapar de la tortura verbal le dije que sí. Entonces se levantó y se empezó a desabrochar el cinturón. Mi impacto fue tal, que hasta tiré la silla al suelo. El Pelusa entró en ese instante y al ver a su Tío a punto de bajarse los pantalones, lo detuvo. Yo le dí gracias a Dios y luego al Pelusa. Lo llevó hacia el refrigerador y el viejito empezó otra vez a darle cariño al pobre electrodoméstico. El Pelusa me dijo que seguro me iba a enseñar una hernia enorme que tenía en la ingle. Incluso me dijo que la llamaba Ernie. De pronto me descubrí en medio de un tipo que parecía Pie Grande, un hombre con una hernia llamada Ernie dándole afecto al refrigerador y una Doña que según yo, ya estaba dormida, pero seguía diciendo “prestados”. En ese instante entró Samantha y me dijo “listo?”. La amé aún más. Me despedí del Pelusa y su maravillosa familia y salimos del departamento. Samantha me dio otro beso y me dijo “vamos a mi casa”. La tomé de la mano y empezamos a bajar las escaleras.
jueves, 17 de noviembre de 2011
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