miércoles, 6 de abril de 2011

10. EL RESCATE DEL FALSO LIZMARK.



Seguí a Samantha con la vista hasta toparme con la cara del Pelusa, quien me miraba muy serio. Levanté la mano para saludarlo y para mi enorme sorpresa, Él respondió agitando la mano como un inocente niño de 5 años lo haría. Yo no supe por qué, pero sólo pude pensar en la inocencia que tendría Pie Grande ante un encendedor, por supuesto la enorme masa de cabello corporal ayudaba.

Al voltear hacia el otro lado, ví a Ana parada junto a mí. Ella me preguntó si me acordaba de Él, yo le dije que nunca antes lo había conocido. Entonces me dijo que me lo había presentado en una de sus fiestas, sólo que entonces no era El Pelusa, sino Tadeo. El nombre al instante brincó a mi mente y lo recordé. El tipo me había caído re bien. Por supuesto eso fue 10 kilos de cabello atrás.

Samantha y Él platicaban de nuevo y la vecina detectó mi frustración. Entonces se acercó y me dijo, “no te preocupes, sólo son Eme A Pe Ese” así dijo “Eme, A, Pe, Ese”. Yo no tuve alternativa más que poner mi cara de pendejo. Entonces ella lo aclaró “ya sabes, Mejores Amigos Por Siempre, como dice Paris”. Yo supuse que se refería a Paris Hilton pero lo había hecho sonar como la ciudad. Mi boca generó una ligera sonrisa para la vecina, pero en mi cabeza había fuegos artificiales.

Todos los demás empezaron a empacar sus cosas y yo me uní al ritual. Ana me pidió 20 minutos para tomar un poco de sol y no pude más que acceder. Al volver la vista, El Pelusa, Samantha y otros cuantos ya no estaban ahí. A pesar de buscarla con la urgencia que una madre buscaría a su pequeño hijo extraviado en medio de la Pamplonada, no pude encontrarla.

Me resigné y le dije a la vecina que iría a dar una vuelta y regresaría en 20 minutos, ella, instalada en el camastro me dijo que estaba bien. Saqué una chela y puse mi mochila junto sus cosas. Pensé en echar un vistazo al Mini Zoológico que había visto en el mapa.

Al llegar ahí, descubrí que no estaban bromeando al llamarlo Mini Zoológico. Incluso pensé que Micro Zoológico hubiera sido más adecuado, pues tenía tres jaulas, una con un changuito que lucía muy enfermo y se rascaba incesantemente su área especial; otra en la que había 3 zopilotes que miraban al changuito como esperando a que de un momento a otro, cayera muerto; la tercera jaula tenía un French Poodle que supuse algún día había sido blanco, pero ahora lucía como una bola de estopa tirada en piso. Me sentí fatal por los animales, más por el French Poodle, pues junto a su plato, había un enorme costal de Whiskas. Los muy ingratos le estaban dando comida de gato. Al menos el changuito tenía plátanos y los zopilotes, la esperanza de algún día, degustar al pequeño primate.

A un costado del mini zoológico, ví un puesto de bromas. El simple nombre “Puesto de bromas” me daba risa. Me dio tristeza verlo vacío y supuse que los niños ahora en lugar de los chicles de ajo, las bolsas de pedos y las cacas falsas, prefieren el X-box y Facebook. Me prometí a mí mismo, que cuando tuviera un hijo, le regalaría un balero y una bolsa de pedos. También ví que vendían máscaras de luchador. Pregunté si tenían la de Lizmark y la doña del puesto simplemente me señaló la zona de máscaras. Resignado busqué entre las opciones y finalmente la encontré. Mi amigo Lalo y yo siempre habíamos querido encontrarla, pero nunca habíamos tenido suerte. Me dio tanto gusto, que decidí comprarla aunque el precio y la calidad no fueran coherentes. Le pregunté si aceptaba tarjetas y me puso su cara de “no seas pendejo”, así que le pagué con los últimos 80 pesos que traía con la esperanza de encontrar un cajero cerca.

Caminé un par de pasos y abrí mi cerveza para celebrar mi hallazgo con un sorbo. En una fracción de segundo, un silbato sonó junto a mí, tan fuerte, que estuve a punto de sufrir una embolia del susto. Al voltear, encontré a un policía tan pequeño que tuve que bajar la vista, pero tan gordo, que tuve que mirar de lado a lado para verlo, como si lo estuviera escaneando. Al fondo, otros dos oficiales corrían hacia mí. Yo miré alrededor como temiendo que un peligro inminente estaba cerca y los tres agentes sólo intentaban protegerme. Uno de los agentes, el más alto, se acercó lentamente con una mano junto a un revolver tan viejo que dudé que funcionara, pero no estaba dispuesto a arriesgarme. La otra mano, la tenía levantada hacia mí, como en saludo Apache. Yo no entendía lo que estaba pasando. El policía me dijo “Señor, lo mejor que puede hacer es cooperar”. Yo les dije que lo mejor que ellos podían hacer era explicar. Esto pareció enfadarlos y como que me rodearon. El agente me dijo, ahora más serio, “ponga la cerveza y la máscara en el piso y retroceda”. Yo estaba muy confundido pero elegí cooperar. Puse las cosas en el piso y dí un par de pasos hacia atrás.

El poli me explicó que estaba prohibido beber en las instalaciones y que tenía que acompañarlos. El mini policía sacó una bolsita y puso la lata dentro, al más puro estilo de programa policial, la máscara la tomó con la mano. El tercer policía me tomó del brazo y elegí acompañarlos. Avanzamos entre una multitud que me miraba como si yo fuera el criminal más buscado del mundo. No sé por qué, pero la idea de generarle cierto miedo a la gente como que me gustó, al menos, hasta que le sonreí a una niñita y empezó a llorar.

Llegamos a la comandancia, que tenía el tamaño de una caseta de estacionamiento y me pidieron que me sentara. Al voltear a ver la silla, noté que tenía mugre del año que le pidieras, así que les pedí que me dejaran estar de pie. El mini agente tomó el radio y dijo “29, 29, tenemos un 50 abierto en 20 principal”, al notar que lo estaba viendo, medio se volteó, y como si yo pudiera entender sus pinches claves, el pendejo empezó a hablar más bajo. Varios minutos después, llegó un policía con las piernas tan cortas y el torso tan ancho y desparramado sobre el cinturón, que parecía una mantecada.

Me miró un momento y luego se acercó a los otros agentes. Empezaron a cuchichear y ligeras risitas surgieron, luego me voltearon a ver y la intensidad de las risas incrementó, a tal grado, que el “Muffin Policía” empezó a toser de tal forma, que pensé que le quedaban como 18 segundos de vida. Cuando logró calmarse, sacó una cajetilla de Marlboro 14 y el mini agente en una fracción de segundo, sacó un encendedor para proveerle un poco de humo al gran jefe. Cada vez que le acercaba el encendedor, el jefe tosía y apagaba la flama. Luego de 7 intentos, no pude contenerme y una pequeña risilla los enfureció. El gran jefe se puso en cigarro en la oreja y se acercó a mí lentamente. Me miró a los ojos y me dijo “Te parece chistoso”, con la voz de un niño de 5 años, tal vez 4. Luché con todo lo que tenía para frenar mi risa. Luego me dijo “Eh?” “Eh?”. Todo era simplemente demasiado, pero mi necesidad de ver a Samantha otra vez, logró contenerme.

Entonces hice lo que mejor sabía hacer, mentí. Le dije que tenía una condición médica llamada “Fabulismo de endorfinas” y que me causaban liberar risa cuando me sentía nervioso o triste. Luego para darle solidez a mi historia, le dije que me había reído durante todo el funeral de mi abuela, y con eso, compré un poco de simpatía. Me preguntó mi nombre y al decirle “Crisantemo”, ya tenía al jefe en el bolsillo. Me dijo que desgraciadamente había cometido una infracción y que teníamos que llegar a un acuerdo. Yo maldije un poco al recordar que mis últimos 80 pesos se habían ido en la máscara. Unos segundos más tarde, descubrí que el mundo en que habitamos, es como una novela de ficción en la que el mayor de los absurdos, es más común que la ignorancia en los políticos.

El gran jefe me preguntó si estaría interesado en donar mi máscara de Blue Demon a la memorabilia de la caseta de policía. Analicé su propuesta, queriendo estar seguro que lo que mis oídos habían escuchado, no era un invento de mi cabeza pretendiendo vivir en un mundo en el que Chabelo, era el rey del mundo. Luego de mi diálogo interno, le dije que por supuesto estaba dispuesto a hacer la donación, pero que la máscara era de Lizmark, no de Blue Demon. Entonces entramos en una polémica de luchadores que se prolongó más de lo imaginable. Al final del debate, el gran jefe ya me decía hermano, y el mini policía me había ofrecido ser chambelán en los 15 años de su hija, próximos a celebrarse. Nos despedimos de abrazo y choque de puños. Haberme hecho amigo de los polis, me había regalado una breve sensación de McLovin, lo cual me hizo sonreír un poco, luego corrí de regreso hacia donde la vecina.

Al verla de lejos, pensé que se veía medio naranja, pero al acercarme, descubrí que estaba tan roja, que era difícil diferenciar entre su piel y la toalla de Coca Cola sobre la que estaba dormida. La moví un poco y despertó toda apendejada por el sol. Había pasado una hora. 60 minutos de rayos ultravioleta filtrados con su aceite para bebé barato. El resultado era lamentable. Luego se incorporó, y noté que toda la mitad de atrás, estaba completamente pálida. Era el efecto Duvalín en su máxima expresión. Mientras se desapendejaba, liberaba pequeños quejidos, seguramente ocasionados por el dolor en su piel. Le expliqué lo que había pasado, y para mi sorpresa, reaccionó de la mejor forma y así, adquirió todo mi respeto.

La ayudé a levantarse y me dijo que le dolían los huesos, me sentí fatal. Con todo mi pesar, le dije que si quería, podíamos simplemente ir a su casa para que descansara. Ella me miró muy seria y me dijo conmovida que sabía lo mucho que yo quería ver a Samantha y que haber pensado en su salud primero, le había enchinado su roja piel de gallina y que sólo por eso, estaba dispuesta a llevarme a casa del Pelusa. Fue entonces cuando descubrí que la bondad, la misericordia y toda esa basura, realmente funcionaban. La ayudé a ponerse su vestidote y caminamos muy lentamente hacia la salida. Una calle más tarde me dijo que sus piernas le dolían más y más. Al terminar de decirlo, vimos junto a nosotros, como una aparición celestial, un carrito de Gual Mar, como ella decía. Nos volteamos a ver y 10 segundos más tarde, ya la estaba yo empujando por la calle, los dos con la sonrisa con la que dos niños juegan con su primer carrito. Para ese entonces, la vecina ya se veía medio morada, y me hacía sentir como Elliot, empujando a E.T. La vecina se reía divertida y gritaba, más rápido entre cada sorbo de cerveza. Yo aceleraba feliz, sabiendo que unos minutos más tarde, vería de nuevo a Samantha.

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